8/12/14

Luis Alberto de Cuenca. Cuaderno de vacaciones


Luis Alberto de Cuenca. 
Cuaderno de vacaciones. 
Visor Poesía. Madrid, 2014.

Alguna vez ha explicado Luis Alberto de Cuenca que lo que tiene que decir un poeta lo deja dicho en su primer libro. 

Cuando han pasado cuarenta años justos entre Elsinore y los últimos textos de este Cuaderno de vacaciones que muestra a un poeta en su fecunda madurez, conviene matizar esa afirmación, porque Luis Alberto de Cuenca, que hace tiempo perfiló una voz poética inconfundible, ha ido afinando y depurando su tono, ha matizado su mirada y ha ido dejando algunas máscaras impostadas hasta encontrar su tonalidad más auténtica en los ochenta y cinco poemas de este libro.

Escritos entre los veranos de 2009 y 2012, más de la mitad de los poemas de Cuaderno de vacaciones están fechados ese último año, al que corresponden cinco de las ocho partes en que se organiza el libro.

Una de las claves fundamentales de la obra de Luis Alberto de Cuenca es la capacidad de asumir en su mirada un mundo bifronte y de transmitirlo en su poesía en un admirable ejercicio de integración:

Me he pasado la vida conciliando contrarios, escribía en El otro sueño y sigue haciéndolo aquí en la Canción de opósitos: Norte y sur, aventura y biblioteca, / rencor y amor, coraje y cobardía,/ Dios y Diablo, todo al mismo tiempo.

Por eso también en estos poemas cohabitan Guillermo de Aquitania y los boleros, el viejo Séneca y Caperucita feroz, Otelo y el Guerrero del antifaz, Roberto Alcázar y Macbeth, Alicia y Alicia en una poética integradora que armoniza contrarios y fusiona cultura y vida, comunicación y conocimiento, lenguaje literario y lenguaje cotidiano para dar lugar a una poesía figurativa que tiene sus referencias temáticas en asuntos como el amor, la memoria o la amistad, su marco espacial en los ambientes urbanos y sus modelos formales en la narratividad, el hiperrealismo y la línea clara. 

De ahí que tras reconocer en La brisa de la calle que siempre has visto la vida por el ojo / de la literatura se dé este consejo: permite que la luz de lo real / entre en tu corazón, deja que te acaricie con su brisa / la verdad sin rodeos de la calle, o ponga en boca de uno de sus personajes la idea de que una noche en la calle / vale más que cien libros.

Realidad y deseo, memoria y presente, lenguaje coloquial y alusiones cultas, vida y arte, experiencia y literatura dan las claves de una poética de la fusión que hace compatibles la desenvoltura mundana y el clasicismo en la voz, doliente a veces, otras celebratoria, y casi siempre melancólica y elegiaca, del poeta:

Como todos los hombres, vine al mundo
a recordar, porque el conocimiento
es tan solo memoria, remembranza,
reminiscencia de otra realidad
mejor, más prestigiosa y más estable,
de la que un día fuimos desterrados.
La vida es perseguir inútilmente
la fuente primordial, donde confluyen
todos los hilos de agua del recuerdo,
rozar casi sus gárgolas y hundirse
en el suplicio de una sed eterna.
Tú, madre mía, soledad, aún puedes
salvarme de este olvido que amenaza
con sembrar de silencio las llanuras
sonoras de mi alma. Novia mía,
hermana soledad, dime qué hubo,
o si hubo algo, digno de memoria
fuera de la caverna en la que vivo.

Ese intenso poema –Caverna perpetua-, fechado en 2009, cierra y da título a la primera sección del Cuaderno de vacaciones, y resume su tono poético. Y ese espacio cavernario es el ámbito existencial de un libro en el que van creciendo las sombras como esa luz del Norte que se limita tan sólo a ensombrecer la tierra / y a dejarnos el cielo más oscuro.

Pasado el tiempo gozoso y remoto, cuando el mundo era un álbum de cromos de animales / y no esta decadencia que precede a la muerte, se imponen esas sombras premonitorias que le hacen decir al poeta queda ya poco tiempo o qué pena estar tan cerca de la muerte.

Pese a todo, como en los mejores libros de Luis Alberto de Cuenca, en estos poemas la angustia y el desengaño son los motores de una búsqueda interior, de un itinerario ascético de depuración espiritual y estilística en el que la poesía es una forma de encontrar anclajes vitales y de integrar fructíferamente literatura y experiencia en un brindis vitalista que funde pasado, presente y futuro, melancolía y optimismo, humor y seriedad y una ironía que emerge en poemas como este:

Éramos postmodernos entonces (y subrayo
el prefijo). Asumiendo que íbamos de eso,
y que quizá algún día nos dé por regresar
a lo mismo, la cosa es que a los que quedamos
de aquella Edad de Oro nos ha dado, cumplidos
los sesenta, por ir de premodernos.

Aunque en algún momento parece triunfar el alba milagrosa y las victoriosas mañanas  derrotan momentáneamente a un mundo que no es más que un desvaído infierno sin colores y sin formas, los poemas del Cuaderno de vacaciones se sitúan en un territorio cada vez más sombrío, en las profundidades de mí mismo,/ donde la angustia, donde la ansiedad.

Es entonces cuando aparece la función sanadora de una poesía que alivie su terror al vacío, / mitigue su angustia y vierta luces / en su noche perpetua. O la salvación de la lectura, porque los clásicos ayudan a vivir, / y a morir, y a olvidar nuestras miserias, / y a no perdernos por el laberinto / sin Teseo ni Ariadna que es el mundo.

Y es que aún hay tiempo para saborear / el triunfo de estar vivos, de afirmar que hay que intentar vivir hasta la última / bocanada de aire en los pulmones / sin perder la esperanza, sin hundirse / demasiado, sabiendo que la vida / es un horror o que 'vivir cada mañana como un triunfo, una victoria: / ahí tienes el camino que conduce a la calma.

Por eso resiste pese a todo la esperanza en poemas como el espléndido Consolatio ad se ipsum, donde se leen estos versos:

Cuando te veo triste y melancólico,
próximo ya a la ruina cenicienta,
me permito decirte (en estos versos,
porque a la cara no me atrevería),
que aún respiras (lo que es inevitable
cuando se sigue vivo), que hay películas
todavía que ver, y geologías
caprichosas y océanos en llamas
y tesoros escitas y crepúsculos
que admirar, y novelas que leer,
y connivencias mágicas, y copas
feéricas que apurar. Y aunque no haya
emociones fortísimas, pasiones
consuntivas ni tíos en América
esperando a las puertas del futuro,
hay que intentar vivir hasta la última
bocanada de aire en los pulmones
sin perder la esperanza, sin hundirse
demasiado, sabiendo que la vida
es un horror, y que termina siempre
fatal...

Pero el libro oscurece su tono, se va haciendo sombrío y a sus poemas los invade la certeza de los días nefastos. Y se ensombrece también la experiencia amorosa con  premoniciones macabras que recuerdan la poesía barroca de postrimerías. En ese momento, mientras el poeta se deja devorar por los recuerdos, se permite esta  penúltima declaración de amor al cuerpo de la amada: esa es mi religión esa es la única / visión de lo sagrado que conozco.

O esta afirmación de rebeldía con resonancias quevedescas de amor más poderoso que la muerte: pero hay algo que nunca lograréis / ni tú ni la tiniebla que me cubre, / y es que me muera sin hacer memoria, / aunque sea un segundo, de la cara / que me ponías al abrir los ojos / cada mañana.

Más allá de las máscaras que ha ido dejando por el camino en estos cuarenta años, este es seguramente el libro más confesional de Luis Alberto de Cuenca, el más claro y el más oscuro de los suyos, el más auténtico y el más potente de una trayectoria en la que el personaje poético se ha ido acercando cada vez más explícitamente al sujeto real hasta fundirse y desgarrarse con él.

Santos Domínguez