17/11/14

La casa de las persianas verdes



George Douglas Brown.
La casa de las persianas verdes.
Traducción de Sara Blanco Sánchez.
Prólogo de William Somerset Maugham.
Ardicia. Madrid, 2014.

La desaliñada camarera del Red Lion acababa de limpiar los escalones de la puerta principal. Enderezó su encorvada postura y, como era una mujer de maneras descuidadas, arrojó el agua directamente desde el balde, sin moverse de donde estaba. El suave arco de medio punto que dibujó el agua al caer brilló por un instante en el aire. John Gourlay, de pie ante su nueva casa, edificada en lo alto de la ladera, pudo oír cómo el líquido impactaba contra el suelo. La mañana desprendía una perfecta quietud. Las manecillas del reloj de la plaza, doradas bajo el sol, estaban a punto de marcar las ocho.

Así comienza La casa de las persianas verdes, la novela con que George Douglas Brown (Ayrshire, 1869-1902) inauguró en 1901 el realismo en la literatura escocesa. Fue su única obra narrativa, porque en agosto del año siguiente murió de forma prematura e inesperada.

"Después de terminarla de leer quería ser escocés", decía Borges de esta novela, que fue la primera que leyó en inglés y que ahora publica por primera vez en español la editorial Ardicia con traducción de Sara Blanco Sánchez y un prólogo de 1938 –Un libro salvaje- de William Somerset Maugham.

Desde esas primeras líneas, la novela mantiene una tensión constante apoyada en una acción en la que el interés no decae y confluye en la metáfora de esa casa que el orgulloso protagonista, John Gourlay, ha levantado invirtiendo en ella casi todo su dinero como símbolo exterior de su poder:

Tanto en apariencia como en posición, la casa constituía un digno contrapunto de su dueño. Era una amplia vivienda de dos pisos, edificada de manera firme y espléndida sobre una pequeña terraza natural que se proyectaba considerablemente hacia la plaza. A los pies de la pequeña ladera que descendía desde la terraza nacía un muro de piedra de escasa altura, y una verja de hierro levantada al mismo nivel que el herbazal interior. En consecuencia, toda la casa quedaba a la vista, de arriba abajo, sin que nada eclipsara sus admirables cualidades. De cada esquina surgían, a izquierda y derecha, las paredes que flanqueaban la propiedad y ocultaban el patio y los graneros. Ante aquellos muros, la vivienda parecía lanzarse hacia el exterior, con objeto de llamar la atención. Atraía las miradas de los forasteros desde el momento en que pisaban la plaza. “¿De quién es ese lugar?”, era la pregunta más habitual. Una casa que desafía a la vista de tal manera ha de poseer un aspecto que emane una bizarra osadía, y es cierto que, en lo tocante a su apariencia, su posición resultaba firme. Pero, por otro lado, también concentraba la atención general en sus defectos. Hay algo patético en una casa alta, fría, semejante a un granero y edificada en la cima de una ladera; no puede ocultar su vergonzosa desnudez y muestra calladamente su fealdad como una evidente mácula sobre el mundo; un lugar concebido únicamente para que los vientos silben en derredor. A pesar de todo, la vivienda de Gourlay era digna de su posición de mando. Severa y cortante en sus contornos, como su propietario, atraía y satisfacía todas las miradas.

Pero la casa es mucho más que eso: además de un símbolo exterior de su poder, su espacio interior es el centro de un conflicto individual, familiar y social enmarcado en un momento crítico en el que se produce la transición conflictiva de una sociedad rural a la época industrial sobre el telón de fondo de una violencia latente y profunda que estalla en un final casi apocalíptico.

Un conflicto cifrado en el enfrentamiento entre el protagonista John Gourlay, un hombre altanero y despectivo que ha monopolizado en Barbie, el imaginario pueblo escocés donde está la casa, los anticuados medios de transporte y ha tenido negocios heredados o concesiones de favor como la explotación de una cantera de piedra para construcción, y James Wilson, el comerciante próspero que vuelve después de quince años y que junto con la llegada del ferrocarril representa los nuevos tiempos.

La casa de las persianas verdes es una novela que con su mirada crítica rompe con la sentimentalidad idílica con que miraba el paisaje escocés el romanticismo tardío e inauguró el realismo con un conflicto personal y social que refleja el enfrentamiento entre un tiempo viejo y nueva época. Es el choque entre el pasado y el futuro, la lucha contra el progreso en defensa de los privilegios cuestionables en una sociedad moderna.

Fue la única novela de un autor del que traza una semblanza inolvidable Somerset Maugham en su prólogo: “Escribió un libro salvaje /.../, el primer gran esfuerzo de un joven escritor. Sus carencias son evidentes; Georges Douglas era consciente de ellas.”

Defectos de principante como la falta de introspección y una cierta tendencia moralizadora que percibe Somerset Maugham, que concluye su prólogo con estas palabras sobre una carrera literaria truncada por la muerte inesperada del novelista:

“Resultaba trágico que un escritor tan joven, que sólo tras años de esfuerzo había conseguido alcanzar recientemente un éxito extraordinario y tenía el mundo rendido a sus pies, pereciera de improviso. Sin embargo, los que han pasado toda su vida vinculados al mundo de las letras saben cuánto más trágico es el destino de aquellos que disfrutaron de un éxito que nunca fueron capaces de repetir después. Puede que su temprana muerte le ahorrara esa amargura.”

Santos Domínguez