18/3/14

Tomás Rodríguez Reyes. El umbral de piedra


Tomás Rodríguez Reyes.
El umbral de piedra.
La Isla de Siltolá. Sevilla, 2014.

La palabra es la luz en el silencio, escribe Tomás Rodríguez Reyes en Ángulo sumergido, uno de los poemas con los que ha construido El umbral de piedra que publica la colección Tierra de La Isla de Siltolá.

En esa sinestesia podría resumirse el sentido de un libro como este, hecho con poemas que respiran en la profundidad que comparten la noche y la tierra con la música y la palabra. Una respiración variada en su música y en sus estrofas -octavas reales y sonetos que conviven con versos blancos- pero obediente siempre a un centro de sentido en el que la luz es la palabra más repetida. Tanto que hasta cuando no se usa -un alud de inocencia-, el calambur parece sugerir una luz de inocencia. 

En la luz respirada de Antonio Colinas y en los claros del bosque de María Zambrano vive esta poesía órfica en la que la música no importa como tema, ni siquiera como forma, sino como método de acceso a un conocimiento más alto y más hondo que redescubre el mundo y lo ilumina bajo una luz no usada, como la que Fray Luis vio en la música de Salinas, su compañero músico y ciego en aquella Salamanca neoplatónica, la luz de las palabras que Hölderlin vio una tarde en Tubinga.

Ese territorio incierto y luminoso como el de Orfeo, padre de la música y la lírica, es el ámbito en el que se mueve con inseguridad y ambición el poeta verdadero. Y ese es el territorio poético de Tomás Rodríguez Reyes, un poeta verdadero tan alejado de la burbuja –también en poesía hay burbujas- como del elogio trivial de la vida pequeña.

Enmarcadas entre dos textos en prosa que abren y cierran el libro y fijan los límites de esta poesía reflexiva y consciente de sí misma, las tres partes del libro son un constante viaje hacia dentro, hacia un interior que se convoca en Noche viva, donde aparece el verso que da título al libro:

La realidad más viva
habita en el poema,
reclinada en la luz está
dentro y dicta lo que somos.

Es un umbral de piedra
y un dintel
que muestra lo que un hombre
pudiera ser por siempre
y no ser nunca.

En ese viaje que busca el centro, la poesía y el pensamiento se funden como en la razón poética de María Zambrano con el voltaje de la palabra y la música velada de la noche y de la tierra que me viven, como señala el poeta en la última línea del libro.

Un viaje iniciático que en el texto inicial tenía claro su sentido hacia la consciencia luminosa de la palabra poética. El umbral de piedra es la iniciación a la naturaleza de la música, del ser que se ilumina en los adentros y que concierta los contrarios.

Es la poesía como conocimiento, en la que se armonizan la música, la conciencia del centro y la palabra:

Reducido el espacio
de la luz a su centro,
solo la música
mejora la palabra
y la trasciende.

Es la palabra transcendida en la noche fulgurante de Virgilio y en la estación total de Juan Ramón, la música transfigurada en la noche oscura sanjuanista y en el verso claro de Petrarca, la armonía de una elegía italiana o el recuerdo de un cielo crepuscular en Bérgamo.

El lector que bucee en sus versos recorrerá sus jardines de otoño y sus cipreses erguidos, oirá una fuente imaginada -una fontana interior- en la tarde toscana, irá de las ruinas de Pompeya a las encinas de Grazalema, de un olivo solitario en el paisaje a la pintura de Caravaggio o a una fantasía veneciana con vihuela.

O esta espléndida evocación de la Favola in musica de Monteverdi, que contiene las claves fundamentales de El umbral de piedra:

Están contigo el cielo,
los árboles, la tierra,
tan encendido el aire
por tu lira de fábula;
son tuyos los contornos
del sueño y de los mares
y la dulce razón
que apacigua el espíritu
y armoniza a los hombres. 
Tu música y la música del mundo
en tu pecho fundidas,
tan en mí al escucharlas,
al respirar la luz,
en una sola forma para siempre.

Y el lector sale de este libro y de este umbral con una conciencia más clara y una mirada más honda y más serena, la que le prestan el sosiego y la armonía con la que respira el mundo en la poesía de Tomás Rodríguez Reyes.

Santos Domínguez