28/3/14

Rimbaud. Una temporada en el infierno. Iluminaciones


Arthur Rimbaud.
Una temporada en el infierno. 
Iluminaciones.
Edición bilingüe.
Traducción de Julia Escobar.
Alianza Editorial. Madrid, 2014.

Llamé a los verdugos para morder, mientras perecía, la culata de sus fusiles. Invoqué a las plagas para ahogarme en la arena, la sangre. La desdicha fue mi dios. Me tendí en el barro. Me sequé al aire del crimen. Y me burlé de la locura a lo grande. 

Y la primavera me trajo la risa espantosa del idiota.

Nadie baja impunemente a los abismos de la poesía de Rimbaud. El lector que traspasa esa frontera y va más allá de la superficie de sus libros sabe que no hay posibilidad de marcha atrás en la poesía posterior a Una estación en el infierno o a Iluminaciones.

Baudelaire había puesto la primera piedra, pero fueron Lautréamont, Mallarmé y sobre todo Rimbaud quienes establecieron una nueva tonalidad para la poesía, una relación nueva entre la palabra y su referente, entre la forma y la sustancia del poema, porque también era nueva la relación entre el sujeto y el objeto, entre el yo lírico y el mundo.

A partir de esos poetas, que convirtieron a Poe y a Blake en profetas de lo contemporáneo, la poesía deja de ser literatura y se convierte en forma de conocimiento, en iluminación de una realidad irreproducible por opaca:

¿Sigo conociendo a la naturaleza? –escribe Rimbaud-. ¿Me conozco? No más palabras.

Habrá aún lectores que se pregunten por el mensaje de esa poesía. Son los que aún no saben que la poesía no se hace con ideas, sino con palabras, como explicó Mallarmé; quienes aún no han comprendido que, como en otras expresiones artísticas contemporáneas, el medio es el mensaje y la forma, un método autónomo de acceso al conocimiento de la realidad.

Rimbaud, que dejó de escribir a los diecinueve años, la edad en la que muchos empiezan, fue el poeta más experimental de su época, alguien que en cuatro años cambió el rumbo de la poesía del XIX y dejó puestas las bases de la poesía contemporánea.

Aquel genio perverso y adolescente renunció a la poesía cuando dejó de ser para él la imagen de la verdad absoluta. Entonces posiblemente pensó que ya no tenía nada que decir. Y esa es la clave de su última obra, Una estación en el infierno, un texto atravesado por la angustia de quien reniega a partir de entonces de su medio de expresión y de la poesía visionaria.

Pero antes de llegar a ese punto final, con El barco ebrio comenzó la travesía por un mar desconocido lleno de potentes imágenes visionarias. Ese poema por sí solo hubiera bastado para que Rimbaud pudiera ser definido como lo hizo su biógrafo Edmund White, como “ el poeta que sigue eludiéndonos, el que corre por delante de nosotros, justo fuera de nuestro alcance, con sus suelas al viento.”

Pero fue mucho más allá: transformado en ese barco ebrio que surca las aguas revueltas de los ríos, empezó a escribir Una temporada en el infierno en Roche, en un paréntesis de su tormentosa relación londinense con Verlaine en 1873. Y la terminó ese mismo año después de la despedida a  mano armada en Bruselas. Ese mismo año, Verlaine recibió en la cárcel un ejemplar de aquel libro en el que pudo reconocerse en la virgen necia que se dirige al esposo infernal en el más memorable de los poemas del libro.

A esas alturas, trazada ya su autobiografía moral en ese volumen, Rimbaud había disuelto las fronteras de la prosa y el verso, del bien y del mal, había expresado el desorden de los sentidos y había borrado los límites de la propia identidad: Yo es otro.

Por iniciativa de Verlaine, en 1886, cuando Rimbaud andaba en Somalia y Etiopía traficando con armas y esclavos, se publicaron sus Iluminaciones, que abría Después del Diluvio: 

En cuanto la idea del Diluvio remitió (...) las caravanas partieron.

Destructivo y renovador, este es su libro más radical y hermético, el que abre nuevas vías expresivas, mira de una manera inédita la realidad e inaugura una tonalidad lírica desconocida hasta entonces, hace que el poema cree su propia realidad con una trama tejida con palabras e imágenes, con palabras y sonidos que evocan –como en este poema- el paraíso perdido de la infancia:

En el bosque hay un pájaro, su canto os detiene y os ruboriza.
Hay un reloj que no suena.
Hay una hondonada con un nido de animales blancos.
Hay una catedral que desciende y un lago que sube.
Hay un cochecito abandonado en la maleza, o que baja el sendero corriendo, todo encintado.
Hay una tropa de faranduleros trajeados, divisados en la carretera a través del lindero del bosque.
Hay, por último, cuando se tiene hambre y sed, alguien que te expulsa.

En 1892, un año después de su muerte, de nuevo a instancias de Verlaine se reunieron en un volumen estos dos libros en los que la libertad expresiva había prescindido de las ataduras estróficas, de rima o de ritmo, para concretarse en la emancipación formal del poema en prosa, en dos cimas que Alianza publica en El libro de bolsillo en una cuidada edición bilingüe con versión de Julia Escobar.

Dos títulos que contienen las claves literarias y estéticas de la poesía de un  Rimbaud potente y precoz, precursor de la escritura automática, audaz y escandaloso que explora los límites del lenguaje, de la corrección política, de la moral tradicional y del buen gusto. 

Precoz y procaz, aquel adolescente rebelde, aquel ángel infernal del exceso que entre la alucinación y la iluminación cambió la poesía europea en cuatro años de escritura deslumbrante y visionaria que sigue corriendo delante de nosotros y enseñándonos las suelas.

Porque desde el Simbolismo a las vanguardias históricas y el  Superrealismo la poesía contemporánea se propone como objetivo la iluminación de la realidad bajo una nueva luz que está más cerca de lo visionario y de la alucinación que de la razón:

Y la Reina, la Bruja que enciende su brasa en la olla de barro, no querrá jamás contarnos lo que ella sabe, y que nosotros ignoramos.

Santos Domínguez