23/12/13

El oficio de editor


Jaime Salinas.
El oficio de editor.
Una conversación con Juan Cruz.
Diseño de Enric Satué.
Alfaguara. Madrid, 2013.

El año que viene la editorial Alfaguara cumplirá cincuenta años. Con ese motivo, y como un adelanto de la celebración de estos 50 años de buena literatura, se publica un volumen que recupera el inolvidable diseño clásico de Enric Satué y la larga conversación que mantuvieron en otoño de 1996 Jaime Salinas –el impulsor de Alfaguara, a la que, hasta su marcha para hacerse cargo de la Dirección General del Libro en 1982, había convertido en un imprescindible sello editorial en lengua española- y Juan Cruz, que la dirigía en aquel momento.

Organizada en dos partes, El editor y El otro Salinas (El exiliado, El retornado, El comprometido, El amigo y El memorialista), la entrevista ofrecía un recorrido por más de medio siglo decisivo en la vida, la sociedad y la literatura española desde la perspectiva privilegiada de quien fue hijo de un prestigioso poeta del 27 y una referencia en el mundo editorial hispánico.

Una serie de circunstancias impidieron que Mario Muchnik publicara este libro, un proyecto frustrado que ahora se recupera con aquella cubierta morada y gris y su diseño puramente tipográfico como homenaje a Jaime Salinas, que fue quien más contribuyó a desautorizar el resultado de estas entrevistas, porque no le gustó nada lo que leyó en las galeradas de las segundas pruebas e impidió su publicación en 1998, incluso después de haber incorporado como apéndice una Adenda de última hora fechada en febrero de 1997, a la que seguía una nota de Mario Muchnik –Dos palabras del editor- y una semblanza –Nuestro testigo- de Jaime Salinas escrita por Javier Marías.

Cuando, pese a su resistencia inicial, Jaime Salinas se prestó a hacer aquellas entrevistas en 1996, llevaba ya cinco años retirado del oficio, pero aunque intentaba ser discreto seguía respirando por los costurones de algunas de sus heridas y se mostraba cada vez más solo y más desorientado en un mundo que se le había empezado a volver opaco.

Se había iniciado por casualidad en ese oficio, pero tras su paso por Seix Barral, Alianza y Alfaguara, se había convertido en un magnífico editor, en una referencia imprescindible para quienes han seguido sus pasos, pero quizá comprendió a última hora que la imagen a veces desagradable que le devolvía el espejo de aquellas entrevistas era la imagen de un rencor mal disimulado, de un personaje perplejo y frustrado, refugiado en su nostalgia ante una realidad que -como él mismo reconoce explícitamente en un momento de la entrevista- empezaba a desbordarle y a convertirle en referente histórico.

La incorporación de Daniel Gil como diseñador de las portadas de bolsillo en Alianza, las aportaciones de Grass, Henry Miller o la serie de los Campos de Max Aub fueron algunas de las señas de identidad de Alfaguara. Cualquiera de esos hechos bastaría para acreditar la solvencia y la importancia de Jaime Salinas como editor. Pero junto con eso, hay afirmaciones chocantes y llamativas en estas páginas. Por ejemplo, de una persona que colaboró decisivamente con él en Alianza sólo recuerda que la llamaba Chon, y eso que la conoce desde hace treinta años. O frases como estas: A Carmen Balcells la inventé yo, Ha desaparecido el ensayo literario o La crítica literaria está en crisis.

Juan Cruz tenía ya escrito un prólogo -Jaime Salinas extraterritorial- que se reproduce ahora a continuación del que ha preparado, quince años después, para esta edición. En aquella presentación inicial fijaba el sentido del título y resumía el oficio de editor como una tarea, tantas veces extraña, de poner en las manos –y en la conversación– de la gente objetos que nadie espera y que nadie necesita, pero que hacen la felicidad de tantos: los libros, esos seres que de pronto irrumpen en la vida con la misma arrogancia perentoria que tienen el pan y el agua.

A pesar de la peripecia humana y editorial de estas conversaciones que finalmente ven la luz, esas palabras no han perdido nada de su vigencia inicial. Ni la preocupación por el difícil equilibrio que debe orientar la labor del editor entre el factor económico y la calidad literaria, entre la misión cultural y la comercialidad del producto, ni la denuncia de las manipulaciones desvergonzadas de las listas de los libros más vendidos, ni la repulsa por los comportamientos de los departamentos financieros de las editoriales, que muestran un enorme desprecio por el escritor y siempre, en el momento de pagar, había que hacerlo antes al impresor, al encuadernador, al papelero; si quedaba dinero, se pagaba al escritor.


Santos Domínguez