25/2/11

Fernando Beltrán. Donde nadie me llama


Fernando Beltrán.
Donde nadie me llama.
(Poesía 1980-2010)

Prólogo de Leopoldo Sánchez Torre.
Hiperión. Madrid, 2011.

Treinta años después /y el frío de la edad a las espaldas, escribe Fernando Beltrán (Oviedo, 1956) en Aniversario, el último de los Poemas rebeldes, que recogen textos escritos desde 1992 y no incluidos en sus libros anteriores.

Los versos finales de Aniversario (Y si esto era la estancia de la vida /esta casa es contigo) cierran también el volumen Donde nadie me llama (Hiperión), que recopila la poesía escrita por Fernando Beltrán a lo largo de estos treinta años.

En 2001 se publicaba la antología El hombre de la calle. Diez años después, también con un prólogo de Leopoldo Sánchez Torre sobre la poesía indiscreta de Fernando Beltrán, esta recopilación reúne en un libro “una de las aventuras poéticas más estimulantes e imprescindibles de las últimas décadas”, en palabras del prologuista.

Desde Aquelarre en Madrid hasta El corazón no muere Fernando Beltrán ha ido construyendo una poesía urgente y elaborada, interrogativa y vital, alucinada y comprometida. Y siempre exigente desde el punto de vista ético y poético.

Esa doble exigencia es el resultado de una poesía figurativa y urbana, elaborada desde la experiencia y planteada como forma de escrivivirse, como fusión de escritura y vida. La libertad expresiva y la potencia metafórica de su lenguaje componen una compleja estética de lo sencillo, en palabras de su autor.

Las calles y los bares de Madrid, los interiores y los exteriores, la mirada hacia dentro y hacia fuera de un yo lírico que es “un hombre a secas,” contradictorio y frágil, crítico y autocrítico; la conciencia del tiempo, la angustia y la ironía, lo íntimo y lo público son los ejes temáticos y los lugares en los que transcurre la poesía nocturna de Aquelarre en Madrid y las tardes de invierno, las noches y los cines de Gran Vïa.

En los dos libros la ciudad es un manicomio de prisas, una jungla de acero sin sentido en la que el desasosiego y la soledad se proyectan en las barras de los bares, en los suburbios, en los sueños fracasados o en el metro. Estos poemas urbanos basan gran parte de su creatividad lingüística en la sorpresa verbal de la metáfora y en la ruptura de las frases hechas.

Entre los dos libros, Ojos de agua fue una emotiva evocación nostálgica de la infancia, de los juegos, los recreos y los charcos, los cromos y los recortables: No hay vértigo más hondo / que un mirar sin ser vistos / por el niño que fuimos.

Desde la vocación de sombra del poeta, Fernando Beltrán ha seguido alternando en toda su obra la poesía entrometida y crítica con una temática íntima que recorre la infancia, el amor o la muerte.

Y así, El gallo de Bagdad ( Cantó el gallo en mitad del bombardeo) es una crítica, abierta o irónica, pero implacable, del poder bélico a través de unos textos escritos desde la conmoción provocada por la barbarie de la aviación de los civilizadores (Murió como una bala. /Aún no sabe que ha muerto.)

Tras dos libros (Amor ciego y Bar adentro) que tienen como centro el amor y en los que explora su mundo emocional a la luz de las palabras (El deseo sin fin / de la mujer poema), Fernando Beltrán ofreció en Parque de invierno una visión conmovida de la muerte de su padre (Ver al fondo la muerte de mi padre. / Correr. / No poder alcanzarla.) La intensidad emocional de ese libro se expresa a través de unos poemas en los que el despojamiento verbal contribuye a subrayar la hondura de su desolación.

Con La semana fantástica Fernando Beltrán volvía al tema de la ciudad para realizar una síntesis de crítica e intimidad del hombre urbano que bucea en su complejo mundo emocional. Es el hombre a secas, yo que recoge en su expresión madura las claves de su tonalidad poética, como en el espléndido Premio Nobel, que termina con estos versos en un bar de Madrid: donde anónima y muda la poesía / que no viene en los libros / aparece de pronto tras la barra /de una historia cualquiera, /en cualquier parte.

El corazón no muere, que se publicó hace cinco años, cierra hasta ahora la obra de Fernando Beltrán. En ese libro, atravesado por la presencia apremiante del tiempo y por un tono sombrío, figura este poema, una de sus cimas creativas, un texto que podría resumir con su excepcional altura expresiva y su lucidez el canon poético, el universo temático y el compromiso ético de su autor:

la voz de los poetas,
los que aventan palabras, los que tejen la piedra,

los que avivan los grifos del incendio y se lavan los dedos
en sus llamas, los que esculpen espejos como arterias
y echan bloques de azúcar en los campos
minados de la sangre, los que sueñan cuchillos

y atraviesan el filo de las noches con un pie en la galerna
y otro quieto en el barro de las casas natales, los que llaman
a voces a los botes, y callan luego al borde del rescate
y ven cómo se aleja la ambulancia pasándoles de largo,
los que atizan cometas y hurgan calmas y confunden

las rayas de las cebras con las rayas de un tigre,

el galope de un pez con la espina de un árbol,
los que tienen siempre hambre, los saciados, los que buscan
sinfín y al fin se abocan como dientes de leche
condenados al tránsito, los que arrojan palomas

a sus pozos y arena a sus paraguas, los que no
se conforman, los pálidos la miel los contagiados,
los que nunca se rinden, los que mueren de pie bajos los cascos

de los mismos caballos que inventaron, los que arengan

al poema con sus tropas, verso a verso ordenadas
y engañan luego al mundo con sus banderas blancas,

los que imantan las brújulas de lluvia
y al calor de la herrumbre, una noche de perros

inventaron el don de las metáforas.

Santos Domínguez