4/4/08

Crónicas, invenciones, paseatas de García Hortelano


Juan García Hortelano
Crónicas, invenciones, paseatas.
Prólogo de Lluís Izquierdo.
Edición de Lluís Izquierdo y Manolo Martín Soriano.
Lumen. Barcelona, 2008.


La Biblioteca Juan García Hortelano que está publicando Lumen recoge en un tomo la práctica totalidad de sus artículos de prensa. Crónicas, invenciones, paseatas se titula esta recopilación de textos dispersos en periódicos o revistas, prólogos o contraportadas como la que escribió en 1975 para la primera edición de Apólogos y milesios:

En 1928 el autor de estas narraciones vio su luz primera y la supuestamente velazqueña de Madrid, fea ciudad en la que a partir de aquel año habita con una tenacidad cerril. (...) Medianamente dotado para semejante invento [la literatura] y aquejado de una imaginación crónica, ha restringido su grafomanía a la publicación de tres novelas, de las que gustó con moderación el público en general y de un libro de relatos que no le gustó ni a la propia madre del autor. Reincide ahora, sin embargo, por ser muy dado al cultivo de sus obsesiones y perplejidades, a los niños y al tabaco de pipa, a que le presenten actrices y a contar cuentos.

En su prólogo, Lluís Izquierdo destaca cuatro rasgos que hacen de estos artículos, crónicas o comentarios una obra original: la amenidad, la intensidad, el rigor y el humor.

Habría que añadir otros rasgos que los caracterizan y les dan homogeneidad: la soltura de su prosa directa y fluida, casi oral, propia del excelente conversador que fue García Hortelano y de su buen oído; el asedio a unos temas que apuntan a los mismos centros de interés de sus novelas y sus relatos cortos: el reflejo crítico de la realidad social, los amigos, la literatura, la ciudad. Y, además, un tono inconfundible, una voz propia.

El tono conversacional que tienen casi todos estos textos admite una gran cantidad de matices que van de lo testimonial a lo afectivo, de la provocación al enfado, de la broma a la evocación o a la compasión.

Escritos entre los primeros sesenta y los primeros noventa (García Hortelano murió en abril del 92) a menudo emerge en estos textos, como un rasgo frecuente de estilo, pero sobre todo como una forma de mirar, la ironía con la que García Hortelano habla de la realidad. Una ironía que es más defensiva que hiriente y que por eso es compatible casi siempre con la solidaridad o el compromiso.

Paralelos a su tarea novelística entre Nuevas amistades o Tormenta de verano y Gramática parda o Mucho cuento, el que se expresa en estos artículos es el escritor que se compromete desde lo ético, lo civil y lo literario con su tiempo, consigo mismo y con su obra. Y el resultado es el análisis crítico de la realidad y el compromiso riguroso del ciudadano con su oficio de escritor, con un arte que, como señala en uno de ellos, puede ser ineficaz, pero no puede dejar de ser subversivo.

La actividad de García Hortelano como articulista abarca algo más de treinta años en los que recuerda su infancia de niño de la guerra, publica crónicas estupendas de Barcelona, Madrid y Roma, reflexiona sobre el realismo en la novela y en el cine, reseña a Beckett, a Onetti o a Boris Vian, escribe sobre libros de Guelbenzu, Mendoza, Carpentier o Walser y se revela como un excelente lector de los poetas de su generación, de Carlos Barral a Ángel González, de Claudio Rodríguez a Gil de Biedma, con alguna incursión en Gabriel Celaya.

Uno de los momentos más memorables de estas Crónicas, invenciones, paseatas es la transcripción de una conversación entre Hortelano y Benet. Se titula El valor del singular (una tarde), apareció en El Urogallo en marzo de 1989 y es una de las mejores aproximaciones a la narrativa benetiana y al mundo de Región.

Otros artículos, como Ante todo, imparcialidad, Las lechugas de Diocleciano o Lapidario, podrían figurar en cualquier antología del género. A este último artículo, que se publicó en El País el 12 de enero de 1989, pertenecen estos párrafos, los dos que lo abren y el final:

Si la vanidad del escritor es inconmensurable, también es variada, como indica el espectrograma que va desde la megalomanía retumbante al silencio estruendoso de la modestia. Quizá lo da el oficio, que poco más da. En el repertorio de los honores, aunque no tan bobo como el nombramiento de hijo adoptivo de la localidad, uno de los más simplones consiste en la colocación de una lápida en la fachada de la casa donde el literato nació, vivió o murió. Peor son las lápidas horizontales, aunque la lápida vertical y callejera sólo supla al honor municipalmente excelso del bautizo de una calle con el nombre del literato. Por su utilidad y uso cotidianos, ningún otro es parangonable, ninguno tan permanentemente propagador.
Entre entrar en la Academia o entrar en el callejero, la mayoría elegiría el rótulo en detrimento del sillón, ya que en ambos trabajos no hay que desriñonarse, pero el de calle proporciona más inmortalidad.

(...)

Por todo lo cual, y como ya se habrá adivinado, confieso que me haría una ilusión enorme que por lo menos colocaran una lápida conmemorativa en mi casa natal del barrio de Lavapiés. Con independencia de que mi celebridad traspasaría por fin las fronteras del barrio de Argüelles, resultaría, hasta sin maceros ni banda municipal, un acto emotivo, muy humano y propincuo a la capitalidad cultural que nos acecha. Tampoco somos tantos los vecinos, aun contando con los del cine, en comparación con las fachadas que todavía siguen desnudas de gloria. Me conozco y sé que iría todas las tardes, que me quedaría mirando durante horas la lápida, hasta que me lapidificase, hasta que se me pusiese cara de fachada. Un siglo después ya me importaría menos, estoy seguro, que unos listos derribaran el edificio y, con él, mi fama, para remodelar la zona y mejorar la calidad de vida y de literatura.

Y eso, justamente eso, es lo que ofrecen en grandes cantidades estos artículos: vida, literatura y calidad.


Santos Domínguez