24/2/07

Tríbada



Miguel Espinosa.
Tríbada. Theologiae Tractatus.
Siruela. Madrid, 2007.



Será porque no hay dos sin tres, pero el caso es que los lectores de Miguel Espinosa, secta creciente, estamos de enhorabuena. Después de la recientes reediciones de Escuela de mandarines y La fea burguesía en Alfaguara, Siruela acaba de recuperar su Tríbada. Theologiae Tractatus, que se añade en su catálogo a Asklepios, el último griego.

Cuando murió en 1982, Espinosa sólo había publicado dos novelas: Escuela de mandarines (1974) y La Tríbada falsaria (1980). Después de su muerte apareció La Tríbada confusa (1984) y por fin en 1986 la Editora Regional de Murcia editó esta Tríbada. Theologiae Tractatus, formada por las dos anteriores.

Desde que abre este libro, el lector queda sorprendido por su estructura y subyugado por su lenguaje. Antes del primer capítulo de la primera parte, superada la sorpresa del título (Tríbada es voz que no aparece en ningún diccionario, aunque sí tribadismo en el ideológico de Julio Casares) y del subtítulo en latín escolástico, se encuentra con una relación de personajes, reales y ficticios, a lo largo de quince páginas, una primera presentación con la referencia a los lugares de la obra en donde aparecen.

Dos de esos personajes son el objeto de las páginas siguientes, en las que se enumeran los nombres de Damiana (de acucia de la vulva a zurrona), una lista que, pasando por bollera canónica o tortillera correntona, requiere diecisiete páginas a las que hay que sumar otras ocho con los nombres de Lucía, entre abortón y yuntada a Damiana, con paradas en coima verrionda o novia fricadora.

El sistema de caracterización de dos de los personajes principales de la historia, aparte de inusual, es de una extraordinaria eficacia. En esos listados previos quedan caracterizados esos personajes y queda también clara la posición irónica y crítica del narrador.

Esos listados, entre lo lírico, lo descriptivo y el insulto, tan aparentemente antinarrativos, sitúan al lector, menos confuso que divertido y expectante, en disposición de conocer una historia que se le cuenta muy rápidamente en los tres primeros capítulos de la primera parte, La tríbada falsaria, que toma su nombre de uno de los apelativos de Damiana. Otro (tríbada confusa) da título a la segunda parte.

Y el lector entra en el primer capítulo y se encuentra con estos párrafos:

«No creo en Dios» -dice Damiana Palacios, boticaria de cuarenta años. Y habla sin gravedad, entusiasmo ni arrojo. Más que la expresión de una convicción, la afirmación revela una manera de estar en el mundo; equivale a manifestar: «La cuestión de la existencia divina no me interesa».

Empero, Damiana cree en la quiromancia, en la cartomancia, en la oniromancia, en la uromancia, en la hidromancia, en la geomancia, en la telepatía y en toda clase de las llamadas artes notorias, que predicen y vaticinan. Parla de telekinesia, de hipnosis, de psicoquinesis, de desdoblamientos, de fenómenos ectoplasmáticos, de facultades ocultas, de ondas cerebrales, de médiums, de bilocaciones y de saberes paranormales. Una cierta Silvia Carrasco, su amiga, suele echarle las cartas, como ordinariamente se dice, y siempre descubre y anuncia lances gratos para la expectante. Feliciana Duero, también amiga, la somete a sesiones de relajación y pacificaciones. «Tus piernas no pesan; tus brazos son alígeros, no te poseen» -susurra Feliciana. Y Damiana va cerrando los ojos y abandonando el cuerpo en mecánico desasimiento. Por último, Rosario Nieto, otra amiga, examina las rayas de sus manos y le augura novedades.

Damiana no cree en Dios porque su idea le produce aburrición; tampoco le arrebatan, en verdad, estas prácticas cabalísticas; sin embargo, las realiza porque las encuentra tangibles y de prontas respuestas. Dios calla, pero Silvia, Feliciana y Rosario hablan, y su decir llena el tiempo de la mujer.

Novela en clave, con base en un episodio autobiográfico y ambientación en Murcia, el Dublín de la novela española contemporánea, cuenta la historia trivial de un abandono homófilo en tres capítulos. Lo demás es el comentario del episodio desde distintas perspectiva, a través de 62 cartas repartidas entre el final de la primera parte y la totalidad de la segunda.

No acaba ahí la novela. Hay además un epílogo con una carta más, esta de Miguel Espinosa, y un Comento que recoge las explicaciones de otros personajes, entre ellos este Anónimo Primero de la Escuela de Murcia, que explica la estructura y el subtítulo:

En la versión que Miguel Espinosa nos ofrece del caso, la fabulosa sustitución de antagonistas se columbra a partir del momento en que Daniel recibe la primera carta de Juana. Desde ese evento, el relato comienza a crecer en significación y a desbordar los límites de la cuestión original; de testimoniar las causas de una hembra homófila y de su sorprendido amador, pasa a testificar las causas de Dios y del Diablo. Por eso, alguien lo subtituló, con razón, Theologiae Tractatus.

Casi no hace falta decir que esta es una obra deslumbrante, oscura y burlona, irónica y amarga. Y sobre todo un prodigio de estilo, de inteligencia y creatividad, de capacidad narrativa.

Fernando Arrabal ha escrito para la ocasión un prólogo en francés que ha traducido María Cóndor. Todo un hallazgo. Miguel Espinosa seguramente no hubiera ideado mejor estrategia para presentar un libro tan alucinante como este.

Una última advertencia. Quienes no conocen la obra de Miguel Espinosa pueden tener la sensación de que es difícil. Nada más falso. Se lee mejor que cualquier librucho de estos de catedrales y sectas y últimas cenas y sábanas santas. Aunque aquí, como se ve, al igual que en los mejores relatos de Henry James, no faltan las apariciones. Ni los fantasmas.

Santos Domínguez