8/9/06

Baudelaire. Juego sin triunfos



Mario Campaña.
Baudelaire. Juego sin triunfos.
Debate. Barcelona, 2006.



Durante el bienio negro, cuando la derecha agraria y católica accede al poder en España en la Segunda República, la policía entra un día en el domicilio de Mª Teresa León y Rafael Alberti. Requisan, entre otros diversos materiales peligrosamente subversivos, el famoso e inquietante retrato de Baudelaire que se ha puesto en la portada de Baudelaire. Juego sin triunfos, la biografía que ha escrito Mario Campaña y ha editado Debate.

A aquellos policías que creyeron ver en la imagen del poeta el rostro de un facineroso, seguramente un comunista, no se les puede exigir que reconocieran en la foto la vera efigie de Baudelaire.

Sin embargo, hay que reconocerles una rara intuición para olfatear en aquel posado una actitud subversiva, una capacidad destructiva y revolucionaria superior a la de cualquier activista de aquella Europa agitada entre totalitarismos de diverso signo.

Esta biografía, que no pretende ser un estudio exhaustivo sino una biografía general, viene a llenar un vacío bibliográfico sorprendente: entre 1920 y 1931 se publican las dos únicas biografías de Baudelaire en castellano. Desde entonces y hasta este Baudelaire. Juego sin triunfos no se había escrito en español ninguna biografía del autor de Las flores del mal.

Escrita con soltura y agilidad de narrador experto, este Juego sin triunfos es un brillante acercamiento que no incurre en la exhaustividad del dato, ofrece una enorme plasticidad y sensación de vida y proporciona valiosas claves de lectura de algunos textos esenciales de Las flores del mal, un libro esencial en el nacimiento de la poesía contemporánea levantado sobre una sólida base autobiográfica.

Huyendo de la leyenda, de la hagiografía y del anecdotario, muchas veces apócrifo, sobre el poeta francés, Mario Campaña ha organizado su libro en dos frentes que reproducen las dos etapas vitales y literarias de Baudelaire.

Ha hecho un completo retrato del artista adolescente que había nacido el año que murió Napoleón y ha rastreado las huellas autobiográficas en Las flores del mal. Ha visitado París y Lyon, las dos ciudades cruciales en la infancia y la adolescencia del poeta marcado por los internados en colegios que son a la vez cárcel, monasterio y cuartel.

Entre castigos y humillaciones y maltratos físicos se produce el despertar del interés por la poesía en aquel muchacho. Un alumno habitualmente distraído que hace dibujos en clase, habla con los compañeros más en el aula que en el patio y no trabaja nada. Un chico caprichoso y de “espíritu saltarín” según el juicio pedagógico de los profesores; un cerebro al revés según alguno de sus compañeros de internado.

Excéntrico y libre, afectado e impertinente, aquel adolescente claustrofóbico huye, como su poesía, de los ambientes cerrados y busca siempre el aire libre en el vagabundeo urbano del flâneur.

Lleno de limitaciones verbales, esforzado y constante en su dedicación a la literatura, sintió como pocos el poder demoníaco de la palabra y la fuerza enajenante de la poesía. Afrontó el mismo desafío ante las letras de cambio y ante las palabras y lo resolvió con habilidad, talento y valor. Por eso fue un dandy empobrecido y con propensión crediticia, autor de una poesía marcada por su sentido del presente.

Insurgente y transgresor en política y en literatura, cuando en 1851 la Segunda República confirma el fracaso del 48, Baudelaire era una celebridad poética en los ambientes del París bohemio, pero no había publicado aún ningún libro.

Biógrafo y traductor de Poe, al que según Eliot mejoraba, publica por entonces Las flores del mal, que en sucesivas ediciones recoge la poesía que escribió durante veintiséis años. Un libro escandaloso por su violencia agresiva contra el hipócrita lector, contra la instituciones y las normas, una radicalización de la rebelde subjetividad romántica llevada a sus últimas consecuencias.

Un libro explosivo que abre un abismo insalvable entre la poesía moderna y la contemporánea. Seguramente se inauguraba así desde 1857 la poesía contemporánea. A partir de Las flores del mal, pese a la indiferencia de la crítica, pese a la condena del libro en los tribunales, ya no se podrá seguir escribiendo poesía como hasta entonces.

Lo confirman los póstumos Poemas en prosa, porque con ellos se pasa de la subjetividad exacerbada de Las flores del mal a un objetivismo poético de influencia creciente en los poetas contemporáneos.

Su problemático autor escribió deprisa y vivió deprisa. Las fotos de sus últimos años son significativas. La larga cabellera blanca que vemos en las fotografías de 1865 cuando aún no tiene 44 años y le faltan dos para morir son las de alguien que no sólo ha envejecido prematuramente sino las de quien prevé próxima su muerte tras las brumas del opio, el hachís y el alcohol y con las secuelas de una sexualidad pervertida.

Una muerte que empezó a aparecer en el horizonte en torno a la revolución del 48 y sobre todo a su fracaso en 1851. Ese es el momento central de la biografía ideológica y estética de Baudelaire y de este libro, que insiste especialmente en la profunda marca de amargura que dejó en él aquella decepción, aquella renuncia a la utopía.

Desde ahí se fue precipitando hacia el final aquel marginal por vocación y por destino, aquel paria preocupado en Bélgica por el reloj que había dejado empeñado en el Monte de Piedad de París, aquel enfermo demoniaco que blasfemaba (Crénom!, Crénom!) ante las monjitas de una clínica belga, con rostro crispado y contumacia que mantuvo hasta sus últimos días parisinos.

Cuando murió tenía 26 libros y unas deudas que duplicaban lo que había ganado a lo largo de toda su vida.

Al margen de su importancia histórica y de su potencia germinal, su poesía tiene una virtud más alta: mantiene intacta hoy su capacidad para conmover y para sorprender al lector actual.

Esa deuda impagable la tenemos nosotros con Baudelaire.

Santos Domínguez