1/7/06

La creación del mundo




Miguel Torga.
La creación del mundo.

Traducción de Eloísa Álvarez.
Alfaguara. Madrid, 2006.


Como un “portugués hispánico” se define a sí mismo Miguel Torga en el prólogo a la edición española de La creación del mundo, que se publicó en 1986, cinco años después del original portugués.
Se cumplían entonces 50 años del comienzo de la guerra civil y a ese hecho del que fue testigo Torga le dedica también parte del prólogo, como uno de los hechos más traumáticos de su biografía y de la de su generación.
Veinte años después de aquella edición española, Alfaguara reedita La creación del mundo, crónica, novela, memorial y testamento, según las propias palabras del autor.

Miguel Torga (Sâo Martinho de Anta, 1907-Coimbra, 1995) es, para parte de la crítica y para muchos de sus lectores, el mejor escritor portugués de la segunda mitad del siglo XX. Médico de profesión y escritor de provincias, mantuvo toda su vida, con una rabiosa intransigencia, un código de valores insobornable, que se refleja en todos sus libros, en los distintos géneros en que proyectó su obra.
Autor de volúmenes de cuentos inolvidables, como los Cuentos de la montaña, de un Diario ejemplar iniciado en 1932 o de textos como los Poemas ibéricos, su autobiografía novelada La creación del mundo es probablemente la cima de una obra de altísimo nivel literario y moral.

Dividida en seis capítulos que son los seis días de las edades paganas del hombre según el mito de la creación del mundo, el primero de los días es una crónica del alba en Tras os Montes, el relato de una infancia de contornos tan desmedidos como el mundo rural donde transcurren esos años de formación, esos años infantiles en una escuela en la que el maestro llama pardal al niño, como luego en La lengua de las mariposas de Manuel Rivas.

La infancia pobre y rural intenta redimirse en un seminario, donde inicia una adolescencia que le lleva como emigrante a Brasil, que es el segundo de los días y supone el deslumbramiento de la naturaleza tropical y de la sexualidad.

El tercero de esos días de forja del rebelde es el del estudiante de Bachillerato y Medicina en Coimbra en una universidad anacrónica, donde un pobre se hace médico para romper el orden social y el natural, para poner un dique de dignidad a la fatalidad y a al injusticia en el primer contacto con el dolor y la enfermedad.

Para mí, desde niño, la dignidad de la existencia implicaba el respeto a su propia realización. El criado que yo había sido en Oporto se había sublevado. Ya de esa protesta me había quedado el gusto por la libertad y el ansia de ver también que los demás la saboreaban y la deseaban.
El cuarto día es el de la guerra de España desde la retaguardia franquista, en un viaje a Francia y a Italia en el que pasa por la Salamanca de Fray Luis y de Unamuno y sus desafíos a la intolerancia, por Ávila, Valladolid, Burgos, Vitoria o Irún.

Pasada ya la juventud, el quinto día es el del ejercicio de la medicina y el choque con la censura salazarista que lleva a la cárcel su rebeldía indomable.

El último capítulo es el sexto día, que culmina en la revolución de los claveles y da lugar a la desilusión posterior y a la sensación de que su tiempo está cumplido. Lo declara, con esperanza irreductible, en la última frase del libro:

Sí, la vida seguiría. Vendrían otros días llenos de sol, de flores y de frutos, pero ya no serían míos.

No es una novedad en sentido estricto, pero es, sin duda, una de las recuperaciones fundamentales del curso que ahora acaba, uno de los libros fundamentales de la temporada.
Su lucidez solidaria y comprometida, su amarga insatisfacción, su crítica pesimista de la existencia, su compasión, convierten La creación del mundo en la obra que justifica toda una trayectoria literaria y humana.

La forja de un rebelde que ardía en muchas hogueras al mismo tiempo.


Santos Domínguez