17/3/06

Una vieja herida


Arturo Pérez Reverte. 
El pintor de batallas
Alfaguara. Madrid, 2006.

El eje de El pintor de batallas, la última novela de Pérez Reverte, es un mural circular que en una torre vigía representa una batalla. Una batalla que es todas las batallas, una guerra que es todas las guerras, un mapa del horror que es la historia universal. Por eso conviven en el fresco yelmos y fusiles y las murallas de una ciudad antigua con las torres de cristal y cemento de una Troya en llamas que es también Madrid o Beirut o Sarajevo.
En torno a ese eje se construye una narración densa cuya clave, como siempre en las novelas de Pérez Reverte, es el protagonista: Faulques, un pintor que antes fue fotógrafo. Un personaje de enorme fuerza porque está construido con materiales autobiográficos, es decir, con las tripas: esas ciento cincuenta brazadas que da en el mar antes de ponerse a trabajar evocan las carreras de Pérez Reverte por los alrededores de La Navata, y el proceso psicológico del fotógrafo que se ha pasado a la pintura es paralelo a la evolución que le hizo pasar del periodismo a la novela.
Un personaje que como el autor desprecia la blandenguería pero no desconoce la piedad. Desde la altura inaccesible de su torre vigía contempla el horror con una mezcla de Kurtz y de Marlow en el corazón de las tinieblas.
Al pie de la torre, que es la torre de El triunfo de la muerte de Brueghel, el acantilado en el que el mar de la historia ha ido depositando los restos de todos los naufragios, los pecios que testifican el pasado. Por ejemplo, Ivo Markovic, un soldado que Faulques fotografió en Vukovar y que es todos los soldados, el testigo de un horror inmutable y eterno. El triángulo lo completa Olvido, un personaje femenino que murió al pisar una mina y representa la mirada del arte frente al horror.
La altura de esa torre sombría es una metonimia de la distancia sentimental de personaje y autor respecto de lo narrado. Hay en su ánimo devastado y en su altura moral una vaga herencia de personaje de tragedia griega.
Con la agilidad narrativa habitual en su autor, la novela se plantea y se desarrolla con la densidad de una reflexión: el mural es un resumen pero también una conclusión; no es solo un recuento de horrores sino la búsqueda de una explicación, de una respuesta al origen y al sentido de tanta crueldad.

Enraizada en una concepción pesimista de la condición del hombre, El pintor de batallas es la exploración de un orden secreto escondido en el desorden, de una clave en el caos, de un sentido oculto del que quizá solo pueda dar razón el arte. La búsqueda de ese tema insistente en la novela que es la geometría del caos, la clave oculta que explica el horror en la pintura, en la fotografía, en la novela. Porque solo desde el arte se puede responder a esas preguntas, a esas búsquedas de sentido.

Y es que pese a toda su devastación, la guerra no agota las palabras ni deja inservibles imágenes como la de la última batalla en ese juicio final simbólico que hay en El triunfo de la muerte de Brueghel el viejo y en su paisaje de fondo: el paisaje de la destrucción y de la ruina. Un paisaje desolado bajo una luz turbia apagada por el humo. El color ocre o negro de la muerte en otros cuadros de batallas de Paolo Uccello, de Picasso y Goya, de Orozco y Durero.
Es esta una novela de estructura circular como el mural, porque aquí se habla del presente, del pasado y del futuro fundidos en un solo horror, en el de otros círculos de los que habló Dante hace muchos siglos.

No hay compasión ni en el protagonista ni en el autor: lo que hay es lucidez, desengaño y estoicismo en la asimilación de esa clave pesimista de interpretación del hombre y de la historia en la que se conjugan la Iliada y Piero della Francesca, Sánchez Ron y El Bosco para provocar esta reflexión sobre el horror y sobre su representación en la literatura, la ciencia y el arte.
Y al final en la mente del lector siguen repitiéndose las palabras estremecedoras de Ivo Markovic, el soldado croata que parece venir del otro lado de la realidad. De entre los muertos se alza su voz para hablar de la condición humana con desaliento de congénere, con ese toque tan de Stendhal que hay en todos los personajes de Pérez Reverte:

-Sentir el horror, ¿desenfoca la cámara?

Santos Domínguez